viernes, 10 de julio de 2015

SINFONÍA INCONCLUSA


I

Muy poco me has conocido allá bajo el sol del castigo
Que funde las sombras de los hombres, nunca sus almas,
sobre la tierra en la que el corazón de los hombres adormilados
viaja solo, entre las tinieblas y el terror, sin saber hacia dónde.
En hace mucho tiempo —-óyelo bien, amargo
amor del otro mundo—,
Era muy lejos, muy lejos —óyelo bien, hermana de este mundo——,
en el Septentrión natal donde de los nenúfares de los lagos
Sube un olor de los primeros tiempos, un vapor de abismados manzanares de leyenda.
Lejos de nuestros archipiélagos de ruinas, de bejucos y de arpas,
Más allá de nuestras montañas felices
Había allí una lámpara y un ruido de hachas en la bruma,
lo recuerdo bien.
Y yo estaba solo en la casa que tú no conociste.
La casa de la infancia, la muda, la sombría
allá en el fondo de los espesos parques donde el
pájaro transido del amanecer
cantaba bajito por el amor de los muertos
muy antiguos, sobre el oscuro rocío
Era allí, en esas habitaciones profundas con ventanales entornados,
donde el antepasado de nuestra raza había vivido
Y es allí donde mi padre, después de sus largos viajes, fue a morir.
Yo estaba  solo y, lo recuerdo,
era la estación en que el viento de nuestros países
sopla un tufo de lobo, de pasto de ciénaga y de lino
pudriéndose
y entona viejos aires de ladrona de niños
entre las ruinas de la noche.

II

La última noche había caído, y con ella la fiebre
el insomnio y el miedo. Y yo no podía recordar tu nombre.
La guardia debió haberse ido sin duda al presbiterio
porque la lámpara no descansaba ya sobre el escabel.
Todos nuestros antiguos servidores habían muerto;
sus hijos habían emigrado y yo era un extranjero
en la inclinada casa de mi infancia.
El olor de ese silencio era el olor del trigo
encontrado en una tumba, y tú quizás conozcas
esa grama de los sitios mudos, hermana de los amortajados,
color derluna madura y baja sobre Menfis.
Yo había andado mucho tiempo por el mundo con mi hermano,
sin reposo había andado; había velado junto a la angustia
en todos los albergues de este mundo. Y
entonces me encontraba allí,
la blanca la cabeza como la hermana nube. Y ya no había nadie allí.
El eco de un paso o el trote de la vieja rata
me hubieran sido gratos,
porque aquello que roía el corazón no hacía ruido alguno.
Yo era como la lámpara de la buhardilla en el amanecer;
como el retrato en el álbum de la prostituta.
Amigos y parientes habían muerto.
Y tú, hermana mía, tú estabas más lejos
que el Halo con que se corona en el claro enero
La madre de la nieve. Y apenas si me conocías.
Cuando hablabas, me estremecía al reconocer en
tu voz la de mi corazón.
Pero no me habías encontrado sino una vez, una solamente,
bajo la luz extraña de las lámparas de gala,
entre las flores nocturnas. Y había allí
cortesanos dorados.
Y esa vez sólo dije adiós a tu resplandor en el espejo.
La soledad me esperaba con su eco
en la oscura galería.
Una criatura había allí con una linterna
y una llave de cementerio.
El invierno de las calles
me sopló su aliento miserable a la cara.
Yo me creí seguido por mi juventud en llanto,
Pero bajo la lámpara y con mi Hiperión sobre
las rodillas
vi a la vejez sentada. Y no levantó la cabeza.

III

Oyelo bien, hermana de este mundo. Aquél era
el antiguo cuarto azul
de la casa de mi infancia.
Yo había nacido allí,
Allí fue también
donde se me apareció una vez, en el
recogimiento de la vigilia,
mi primer árbol de Navidad, ese árbol muerto
convertido en ángel,
que surge de la profunda y amarga selva,
que surge todo encendido desde las antiguas
profundidades de la selva helada, y camina solo
—Rey de las lagunas nevadas- con sus fuegos fatuos
arrepentidos y santificados en la apacible
campiña silenciosa y blanca:
y he ahí los ventanales áureos de la casa del niño bueno
¡Viejos, tan viejos días!¡tan bellos, tan
‘ puros! El cuarto era el mismo,
pero ya estaba frío para siempre, mudo y gris para Siempre.
Parecía haberse olvidado para siempre
del fuego y del brillo de las antiguas veladas.
No había allí parientes, ni amigos, ni servidumbre.
Sólo la vejez , el silencio y la lámpara.
La vejez mecía mi corazón como una loca a un niño muerto.
El silencio no me amaba ya. Y la lámpara se apagó.
Mas, bajo el peso de la Montaña de las tinieblas,
yo sentí que el Amor, como un sol interior,
se levantaba sobre los viejos países de la memoria
y que yo alzaba vuelo,
lejos, muy lejos, como entonces, en mis viajes de durmiente.

IV

“Es el tercer día”
Y yo me estremecí, porque
Me venía de mi corazón. Era la voz de mi vida
“Es el tercer día”
y yo ya no dormía
Sabía que la de la plegaria de la mañana había llegado
Pero estaba rendido y pensaba en las cosas
que debía volver a ver
El archipiélago seductor y la isla del Centro
La vaporosa, la pura que desapareció entonces
Con la tumba de coral de mi juventud
Y se adormeció a los pies del cíclope de lava
Y ante mí sobre la colina había el castillo de agua
con las lianas del Edén y los terciopelos vetustos
Sobre las gradas gastadas por los pies de la luna;
y allí a la derecha
En el bello claro medio, a mitad del bosque
Las ruinas color de sol ¡Y allí ningún paisaje secreto!
porque yo he errado en esa Tebaida
Con el amor mudo, bajo la nube de la medianoche
Yo sé dónde están las moras más maduras; la alta yerba
Donde la estatua rota ha escondido su rostro,
Es amiga mía y los lagartos, saben hace largo tiempo
Que soy mensajero de paz, que no truena nunca
En la nube de mi sombra. Aquí todo me ama
porque todo me ha visto sufrir
“Es el tercer día. Levántate, soy tu durmiente de Menfis”
Tu muerte en el país de la muerte,
tu vida en el país de la vida
La muy-sabia, la bien-ganada.

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