viernes, 10 de julio de 2015

LA PASAJERA

Yo nada sé de tu pasado. Has debido soñarlo.
—Sí, has debido soñarlo, de seguro.
Solo vislumbro tu rostro en la irisación grisácea de la lluvia.
Noviembre sepulta el paisaje. Y mi vida.
Nada sé y nada quiero saber de tu pasado.
Tus ojos me hablan de brumosas ciudades últimas que no he de ver jamás
y cuyos nombres jamás oiré en tu voz.
Noviembre cae sobre mi alma. Y también sobre la llanura.
Yo te veo, oh desconocida, a través de un tiempo
Otro.
Son cosas, desde hace mucho muertas
—¡irremediablemente muertas!
músicas sofocadas, ajadas lujurias.
Podría asegurar que noviembre aguarda tras la puerta.
Veo además vivir en tu pecho aquello que tu corazón olvida.
Lejos, muy lejos de aquí está tu alma. Tu alma extranjera
es una noche de bruma,
de bruma y de llovizna sucia sobre los arrabales,
donde la vida tiene el color frío de la tierra,
donde hay hombres que morirán sin haber
conocido el amor.
Tú ya me has encontrado en otro tiempo,
¿recuerdas?
Sí, en un tiempo Otro, tristemente Otro,
en el país de los viejos libros y de las músicas antiguas,
en el azul crepúsculo de una mansión tranquila
con ventanas letárgicas.
El fantasma de los vocablos que ya no recuerdas
o que quizá no pronunciaste
da a tu distante presencia un sentido demasiado singular.
Yo descifro en el libro de tu silencio
tu historia muerta para siempre, aún para ti.
Mi desvaída razón es sólo un anhelo de lucidez,
un día de sol antiguo
sobre el sendero donde tu dicha se encontró con tu dolor.
Quizá todo esto no ha ocurrido jamás,
pero si yo te  lo afirmase, tú te morirías de espanto.
Es cosa triste como día de invierno en los suburbios
donde transita la muerte de la ciudad,
como enfermedad y desconsuelo en una casa de prostitución,
como un ruido de  pasos en una morada extraña,
como el vocablo “antaño” cuando cae la sombra sobre el mar.
Nada quiero saber de tu pasado. Veo extinguirse el día,
el último día sobre tu rostro, sobre tus manos.
Déjame ignorar dulcemente los senderos
donde supo el azar conducirte hasta mí.
Encuentro otra vez en tus ojos realidades de sueños,
de sueños soñados en un ya viejo tiempo
y visiones abiertas al sol de la vida.
En la penumbra envenenada de la lluvia
diríase que una eternidad concluye.
Yo reconozco en ti a seres misteriosos,
a viajeros con rumbo secreto
encontrados otrora en la bruma de las estaciones
donde todos los ruidos adquieren inflexiones de adioses.
Te vuelves otras veces para mí una atmósfera de feria
con sus luces lloronas y sus relentes
de enmohecimiento y vicio;
con su miseria y con el gozo enfermizo de sus músicas.
Recuerdos de nostálgicos garitos
mezclánse entonces al caos de mi enervamiento.
Si yo intentase salir, si solamente cerrase tras de mí la puerta,
dí, ¿qué harías?
Seria tal vez como si tus ojos no me hubiesen conocido jamás.
El ruido de mis pasos moriría sin eco en la calle
y únicamente podría advertir la noche en tus ventanas.
Es como si debieses abandonarme hoy,
en un de pronto y para siempre,
sin soñar en decirme de dónde vienes ni adónde vas.
Llueve sobre los grandes jardines desnudos;
mi alma está aterida;
noviembre sepulta el paisaje. Y mi vida.

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